Por Jorge Fernández, Profesor de Análisis Bursátil – IEB Madrid, IAT Bursátil México
Columna de finanzas personales y patrimonio
Hace muchos años, en mi cena de cumpleaños con mis amigos, en un restaurante, a la hora de pagar la cuenta estiré la mano y tomé la carpeta con la determinación absoluta de invitar yo.
Mi novia de entonces con quien tenía poco tiempo saliendo, que ahora es mi esposa, me preguntó desconcertada, si era una práctica recurrente. “¿Qué?” le pregunté algo a la defensiva. “Pagarle la cuenta de la cena a tus amigos”, me dijo con algo de incertidumbre y sorpresa en su tono. Mi respuesta fue entonces la misma que es hoy: “A ese grupo de amigos, siempre que pueda, sí, el resto de mi vida”.
Definitivamente y con justa razón no le pareció mucho mi determinación, que de primera parecía más un acto de opulencia absurda que uno de generosidad, pero carecía de contexto.
Resulta que específicamente ese grupo de amigos es el que me apoyó más cuando era estudiante, al grado incluso de darme asilo o pagarme la comida cuando las cuentas no daban ni para la renta, ni para el súper.
Hoy sigue vigente el privilegio específicamente con ellos, pero años después ha quedado claro para mi hoy esposa que ni pago todas las cuentas, ni considero inocuo cuando alguien se toma la cortesía de invitarme. Por el contrario, me vale más que el monto.
Casi una década después y en un restaurante de la Cdmx, hace unos meses sentado con un grupo de amigos y conocidos, uno de ellos empezó a pedir botellas de vino nada barato como si fueran cervezas en estadio, mientras yo le daba vueltas al mismo Gin & Tonic.
La noche avanzó hasta que lo predecible llegó a realidad, cuando pedimos la cuenta y la proporción de lo que me tocó pagar por una entrada, dos tragos y un tartar, llevaba integrado en la ecuación las varias botellas de vino a sobre costo de restaurante que el tipo descrito se recetó como senador griego en tiempos de guerra. Pagué la proporción injusta sin reclamar, como acostumbra el buen gusto, pero definitivamente tomé nota.
Me vine a enterar unos meses más tarde, en una comida, que era práctica regular del tipo del relato, y ahí fue. Se ganó un veto automático de todas las mesas donde yo participe.
Seguramente la diferencia en monto pagado de las dos historias no fue tanta, sin embargo, la forma en la que nos aproximamos a gastar nuestros recursos personales en los demás tiene mucho que ver con la forma en la que los apreciamos, y otro tanto en la forma en la que percibimos el valor del dinero.
Interactuar patrimonialmente con los demás, sea invitarlos a cenar a nuestra casa o invitarlos de vacaciones con toda la familia, es interactuar con otras culturas, contextos y alcances que en definitiva pueden y van a distar muchísimo de lo que nosotros somos.
Usar nuestros recursos de forma generosa con los demás es una extensión de nuestro afecto, pero corre peligrosamente el riesgo de convertirse en una herramienta para proyectar también nuestras inseguridades y traumas personales.
Es transitar un camino que debe tener de pavimento a la generosidad, de un lado un barranco llamado “miseria” y del otro un camino más difícil, de subida y sin vereda, lleno de hierbas llamadas “presunción”.
Si bien es libertad de todos nosotros escoger “cuándo” y “cómo”, es consejo de este autor después de muchos años de restaurantes, amigos generosos y pillos que piden Caymus en lunes, que la mejor forma de conducirse es con la mano lista en la cartera para pagar la cuenta, pero nunca afuera de la bolsa a disposición de todo el que se atraviese.